«Para no acabar haciendo el necio, prefiero no empezar haciendo el listo»
William de Baskerville («El nombre de la Rosa»)
«[…] sin embargo, imaginando órdenes falsos habéis encontrado algo…»
Adso de Melk («El nombre de la Rosa»)

sábado, 14 de octubre de 2017

¡Madre! de Aronofsky, mito, cuerpo y crítica


Uno de los retos característicos de nuestra época es lo que Marcuse llamaba unidimensionalidad. Si bien se promueve por todas partes la creatividad e innovación, y se alienta el pensamiento “fuera de la caja”, no deja de ser paradójico que nuestros lenguajes, pensamientos y aproximaciones a la realidad tienen cada vez más, a modo de red, canales de circulación bien definidos, puntos de acceso que rara vez salen de una llana unidimensionalidad. Lo que rompe con esta lógica usualmente corre el riesgo de quedar en la marginalidad o incluso en el ámbito de lo a-significativo. No es este el caso de la película ¡Madre! de Aronofosky. Quisiera señalar al menos cuatro aspectos que me parece hacen de ella una obra significativa, sugestiva y de alto valor:
  1. Es una constelación
  2. Maneja un lenguaje no conceptual sino de cuerpo
  3. Es una obra declaradamente cifrada
  4. La crítica de la razón divinizante

¡Madre! es una obra que no habla por definiciones ni conceptos, ni mucho menos con jerarquías temáticas, sino con cuerpos y con el cuerpo, con invasiones, desplazamientos, emplazamientos y desalojos. Obra que descaradamente incita a descifrarla, a seguir las pistas que abiertamente ofrece y que implica un recorrido que aumenta su ritmo e intensidad notoriamente, y que al hacerlo no nos hace participar de su proceso de gestación, nos hace comenzar a gestar algo en nosotros mismos –aunque sea malestar, en el caso de algunos– con la terrible limitante de no poder llegar a una palabra definitiva que nos permita decir lo que sólo ¡Madre!, sólo el cuerpo, puede decir… he ahí su desafío…

En primer lugar, es una constelación. Por más que se quiera decir cuál es la trama original, real, no es posible afirmar una sin caer en la cuenta de que bien podría ser otra. La estrategia empleada por Aronofsky para presentar su obra impide reducirla a un sólo tema. De hecho, no es posible hablar de un tema principal –que no es lo mismo que el argumento– sin darnos cuenta de que la esencia misma de la obra es su carácter de constelación: está hecho por la interacción de muchos temas entrelazados en una misma figura narrativa. No es simplemente una obra orgánica, ya que rebasa la mera organización y orden y muestra un mismo conjunto de elementos que evoca distintos temas sin poder distinguirlos como unidades separadas o con límites bien definidos. Al ser una constelación, el movimiento de uno de los elementos desencadena un efecto en el resto, altera el sentido de la historia, provoca cierto desconcierto y obliga a replantearse el lugar en que se creía estar. Dicho en otras palabras, al ver la película, cuando se cree haber captado su “sentido” sucede algo que no sólo sugiere sino que incluso obliga a reconsiderar todo. ¿Trata sobre relaciones humanas? ¿medio ambiente? ¿religión? ¿popularidad? ¿amor? ¿la devoción? ¿sexualidad? Los temas podrían seguir aumentando y la obra en vez de acotar y delimitar pareciera más bien aumentar los campos temáticos posibles.
Así pues, no veo viable afirmar un tema en específico como el principal, sino que más bien exige escoger uno de los puntos temáticos y dejar que el juego de constelación nos conduzca, nos mueva, y nos haga pasar muchas veces por los mismo puntos de la constelación, siempre dejándonos ver otro enfoque, mientras que se tiene la sensación de que la comprensión de la película se escabulle y escapa de las manos, y deja sólo eso, nuestras manos, lo que está en nuestras manos…

En segundo lugar, ¡Madre! maneja un lenguaje no conceptual sino de cuerpo. Este punto requiere una explicitación acerca de a qué me refiero con lenguaje de cuerpo. Hablo de un lenguaje de sensibilidad, de afectos, relaciones, movimientos e interacciones corporales. De algo tan cotidiano que no se experimenta sino como parte del propio cuerpo. A pesar de los excesos y posibles exageraciones de ciertos sucesos, no es posible no reconocer lo que aparece como carne de la vida diaria, carne del cuerpo de la humanidad. Aún quien no haya vivido la experiencia de pareja difícilmente no comprenderá lo que se mueve en la película –en la pantalla y en el espectador–, ese lenguaje de los afectos, de lo sensible, que no busca significados y sin embargo nos resulta tan iluminador por “conocido”. Tal vez los excesos en la película nos exigirían causalidad, explicación, incluso verosimilitud, pero aún así, en el lenguaje de cuerpo –ese que remite incluso a la experiencia de sí, a la experiencia en primera persona– no parece haber secreto o conocimiento velado alguno. 
Sin duda el elemento discursivo es relevante, pues brinda cierta claridad en momentos claves. No obstante, el manejo de los afectos, elementos sensibles –figuras, sonidos–, los gestos corporales, la ausencia, presencia y multiplicación de cuerpos y su alteración y destrucción forman parte de la peculiaridad de la obra. El alcance de este lenguaje desborda el ámbito de la pantalla misma y es capaz de producir movimientos, afectos, en los mismos espectadores. 
La efectividad del lenguaje empleado tiene que ver con la exigencia del uso de los sentidos a lo largo de toda la película. Captar detalles básicamente obvios, en el sentido de que Aronofsky no los oculta ni introduce de forma sutil. No, se trata de detalles descarados, abiertos y muy explícitos. La sensibilidad no sólo es provocada, sino que comunica todo el tiempo. Sólo la excesiva fijación racionalista o explotadora –que pretende alcanzar la “esencia” de inmediato y poder extraerla, contenerla y delimitarla– impide acceder a dicha comunicación.
Cabe un giro más aún. Al decir “¡Madre! maneja un lenguaje de cuerpo” no me refiero sólo a la película, sino a la protagonista misma de la historia (personificada por Jennifer Lawrence). Este personaje, es quien aporta todo este lenguaje de cuerpo, porque es cuerpo, es la casa, es la tierra, es el cuerpo-sentido (con sus cuatro acepciones: 1) cuerpo que es sentido, experimentado; 2) cuerpo que es lugar para todo sentido posible, sea sensible como de significación; 3) cuerpo que encarna todo sentido, pues el sentido del mundo, de la vida, del sentido mismo, sólo tienen lugar en el cuerpo, como cuerpo, cuerpo-cuerpo, cuerpo-casa, cuerpo-tierra; 4) cuerpo-sentido, es decir el que da dirección, que es la posibilidad de toda orientación y determinación, el cuerpo que hace posible hablar de historia). Ver la película siguiendo a “Madre” desde este enfoque nos permite acceder a su comunicación malograda, tan impotente que tiene un explosivo desenlace revelando, paradójicamente, su gran potencia. Su mismo devenir madre nos sugiere que ¡Madre! está siempre en proceso de gestar, por eso las obras continuas, la inspiración al poeta, la vida del bebé, la misma condición de inacabamiento de la película…

En tercer lugar, es una obra declaradamente cifrada, o lo que es lo mismo, que interpela y exige ser descifrada. No se trata de una historia detectivesca, pues desde el principio los elementos clave se brindan de forma abierta, descarada, visiones, sonidos, objetos cuya textura y encanto son prácticamente palpables. No hay secretos, excepto los que vienen por la intrusión del lenguaje. En efecto, los secretos son evidentes: no se sabe qué dice realmente la obra del poeta, no hay nombres, o más aún, no hay “quien”. El lenguaje mantiene su secreto hasta el final, pues aún en las declaraciones finales, no hay nombres, no hay conceptos, no hay verdades, sólo movimiento de afectos, apertura y cierre de espacios. Todo lo demás es completamente abierto. Toda pretensión de secreto es anulada por la intervención del lenguaje en los personajes, desde el intento de descifrar la razón de ser de la relación entre los protagonistas principales por parte de la mujer, el deseo de tener hijos, hasta las preguntas finales por la identidad de los protagonistas. 
Respecto a las pistas esparcidas de forma descarada y notoria a lo largo de la obra podemos decir que Aronofsky no oculta nada. Hay corazones por todos lados, en el muro, en el piso, en el retrete, como joya en el cuarto del poeta. Los pies descalzos recorren todo el escenario, lo mismo que un cuidado declaradamente natural –o naturista– de cuanto aparece. Ni siquiera el desenlace es ocultado, pues ya las primeras escenas parecen abrir una inclusión a modo de paréntesis que sugiere ya lo que ha ocurrido. Las ausencias prolongadas del portador del lenguaje, del poeta y creador, desde la primera escena y a lo largo de toda la obra son notorias, reiteradas así como también la impotencia experimentada por la protagonista al no ser tomada en serio por nadie. ¿A dónde nos llevan estas pistas? No a una moraleja, no a un conocimiento útil, sino al descifrar mismo que implica entrar en la constelación. No queda claro si la historia plasmada es una especie de eterno retorno de lo mismo, o bien una sucesión inanticipable de intentos del tipo prueba y error con posibles márgenes de mejora, o bien a una crítica del lenguaje mismo, que en su relación con el cuerpo, con la tierra, el habitar y la casa no deja de causar con su secreto y su pretensión reveladora la invasión del exceso, llámese amor, violencia, hospitalidad, sinsentido, vida o gracia. Tal vez no sea sino un mito, mito que hablando en términos humanamente cotidianos hace entrar toda la historia sin explicar nada y, a la vez, haciendo caer en la cuenta de todo. 

Finalmente, al hacer recuento de todo lo anterior se entiende la presencia de elementos religiosos. Si ¡Madre! asume el lenguaje de los mitos no puede sino reintroducirnos en el campo de lo religioso a manera de una crítica de la razón divinizante –o del lógos divinizante, es decir, de la palabra, el lenguaje que a la vez establecen como divino a algo y se eleva a sí mismo a nivel divino, como poder omnipotente.
A pesar de las distintas evidentes alusiones a tópicos bíblicos, no es posible afirmar que la obra pretenda ser exposición o crítica de las religiones inspiradas en el texto bíblico, pues la selección hecha por Aronofsy deja fuera elementos clave de la Biblia que son determinantes tanto para la redacción como para la determinación de la teología misma de la Biblia –la imagen de Dios que le es propia–, a saber: el Éxodo y la Alianza. Sin éstos, ni siquiera el nuevo testamento resulta legible, al menos no sin pretender reducirlo a una colección de anécdotas y dichos. Sin embargo, es clara la crítica que hace a la figura de la divinidad que, por un lado, es todo hospitalidad, compasión, comprensión, incluso consuelo –aunque parezca que no dice realmente nada con sus discursos– pero por otro parece desvinculado del cuerpo, de la casa, de la tierra. Una divinidad centrada en sí misma, en el culto al lenguaje mismo, de números –como multitudes– pero incapaz de justicia, de límites, de copular… una divinidad que necesita sacrificio para crear y que a la vez se alimenta de la nada y miseria de otros, de sus historias y dramas para poder ser algo. Crítica religiosa, muy probablemente, pero también crítica del Yo posmoderno, políticamente correcto, capaz de generosidad, de fiesta y de crear conmovedoras historias, inclusive de ser maestro en la explotación del secreto del lenguaje, pero incapaz de impedir el sacrificio de otros, de ser cuerpo ya que se reduce a sí mismo a discurso –discurso que conserva reliquias de lo que ya no es capaz de crear por sí mismo: amor, entregarse, renunciarse–, discurso vacío que sólo recomienza siempre desde cero –pues parece no tener tradición–, que dice amar pero no tiene capacidad de intimidad por dispersarse en la exterioridad de la popularidad, del ser “público”. Una individualidad intocable, ya que ni las llamas ni la explosión acabaron con ella, sino que prevalece en su ficción mientras todo lo demás se reduce a cenizas, por lo que sólo conserva una melancolía cada vez más profunda junto su nostalgia depresiva de lo real, lo real que ha perdido y del cual se aleja cada vez más. La omnipotencia cada vez más impotente de la divinización posmoderna es testigo en ¡Madre! de la potencia vital y explosiva de la impotencia de la mortalidad de lo finito, del cuerpo, de la tierra, del habitar. Acaso tal vez se trate de hacer volver a la humanidad al mundo-cuerpo… o bien, de una «visitación» del cuerpo que recuerda la crítica nietzscheana: ¡Casi dos mil años y ni un solo dios nuevo!