“Si
se piensa, se va menos rápido; pero hay normas de velocidad, establecidas por
implacables burócratas, normas que hay que cumplir para que no te echen y, al
mismo tiempo, para ganar lo suficiente. […] El agotamiento acaba por hacerme
olvidar las verdaderas razones de mi estancia aquí haciendo casi invencible
para mí la más fuerte tentación que esta vida implica: la de no pensar, único
medio de no sufrir.”[1]
Más
que contenido anecdótico o meramente afectivo, estas palabras de Simone Weil,
escritas en plena experiencia de trabajo con los obreros, revelan una a veces
insospechada pero estrecha relación que hay entre una gran gama de temas de
actualidad, sea el trabajo, la dignidad humana, la autopreservación, el
progreso, la productividad, el sufrimiento, el pensar, etc. En dicho texto, la atención está dirigida
hacia la relación entre pensamiento y
rapidez, siendo esta última una categoría que bien puede abarcar la
productividad, la eficacia, la reacción instintiva y/o compulsiva, etc.
Asimismo, aparece otra asociación de índole negativa: no pensar para no sufrir. Estas dos relaciones se ven mediadas por
una tercera: la que sostiene y mantiene vivas las verdaderas razones para estar
donde se está, la relación entre razones-motivaciones
y pensamiento.
Con
esta triple relación, que parte de una experiencia concreta de la vida
cotidiana de la clase obrera de la primera mitad del siglo XX, es posible visualizar
de forma narrativa y concreta lo que Horkheimer y Adorno analizaron y describieron
sobre la relación entre ilustración y racionalidad, y a su vez, constatar que es
a través de un trabajo de resistencia al proceso mismo de la racionalidad
hegemónica (iluminista o ilustrada) como se logra conocer desde dentro dicha
relación –ya que no es una relación de exterioridad, sino de resistencia, de
negación en el sentido de la dialéctica negativa adorniana.
Sin
embargo, la descripción de la situación obrera hecha por S. Weil es parte del
costo del progreso auspiciado por la Ilustración, lo cual impone una pregunta
¿cómo es posible vivir y aceptar eso? Es aquí donde la racionalidad entra en
escena.
Dado
que “la Ilustración, en el más amplio sentido de pensamiento en continuo
progreso, ha perseguido desde siempre el objetivo de liberar a los hombres del
miedo y constituirlos en señores […] [y] el programa de la Ilustración era el
desencantamiento del mundo”[2],
queda claro que su objetivo es la emancipación humana en un doble sentido,
liberar al hombre del miedo y constituirlo en señor, amo, para lo cual era
necesario desencantar el mundo.
Por
una parte, la mención de la emancipación nos coloca en la línea de la tradición
de Marx, Nietzsche y Freud, pero también de Kant y de Hegel entre otros. Por
otra, dado el contraste con la realidad de miseria causada por el progreso
ilustrado, cabe preguntar de qué emancipación se trata, en base a qué
racionalidad se le construye y justifica.
Racionalidad
remite a la estructura y proceso de conocimiento que determina y media entre el
hombre y la realidad; a la determinación de la relación que el hombre (o el
sujeto de conocimiento) establece con las cosas (o los objetos de conocimiento)
y sus mediaciones respectivas. En pocas palabras, se trata de una relación
orientada básicamente a partir del saber.
¿Por
qué favorecer una relación desde el saber y no desde otras dimensiones de lo
humano? porque es el saber lo que constituye la superioridad del hombre[3], y
en cuanto superioridad, es el único medio del que dispone el hombre para
emanciparse del dominio de la naturaleza y, en consecuencia, saber es poder.
A
partir del saber ilustrado, la lucha del hombre será contra la naturaleza
–incluyendo sus mismos instintos- como movimiento derivado de su instinto
autoconservación, de modo que su única seguridad consiste en someter toda
realidad –incluso a sí mismo- al poder de su razón, no queda lugar para la
credulidad y superstición, resquicios de la condición de humanidad sometida a
la naturaleza. Una paradoja aparece aquí, el hombre es movido por su instinto de autoconservación, y para
superarlo ha de pasar por la negación de sí, e incluso, encontrar razones para vivir. De esta manera, la autoconservación
deja de ser la principal motivación en cuanto dinamismo de la naturaleza
dejando espacio a la racionalidad de la propia existencia, el cumplimiento de
un propósito (de ahí la aparición de las doctrinas y teorías del destino, el
plan divino, etc.), o más aún, de una consigna o ley. (Por más baja y
denigrante que sea, p.ej. “la paga” como lo muestra el texto citado al inicio
del ensayo).
La
fuerza de la racionalidad consiste en su facultad de emancipar al hombre en la
medida en que está dispuesto renunciar a sí para asumir dicha racionalidad, a
introducirse dentro del proceso y estructura del dominio, del poder. Conocer es
someter, pero este conocimiento es la forma concreta de la racionalidad ilustrada,
de ahí que más que pensar, se trata de una relación de dominio que exige que,
para que sea posible la emancipación del género humano, todos se sometan a las
leyes dictadas por la razón ilustrada.
La
forma clave de la relación ilustrada (configurada desde el “saber”) oscila
entre la promesa y el cálculo, sintetizándose en la fórmula o concepto
fetichizados, esto es, si por una parte promete algo por otra asocia su
cumplimiento a la ejecución efectiva y fiel de las leyes establecidas por la
razón, y dicha asociación confiere poder a la fórmula o concepto, en cuanto
garante no sólo de la repetición reproductiva, sino de la permanencia del poder
humano sobre la naturaleza.
Según
los términos empleados por el ejemplo inicial citado, se puede decir que la
Ilustración da lugar, en su búsqueda de la emancipación humana, a una
racionalidad que libera al ser humano del dominio de la naturaleza y de los
mundos divinos o extramundanos, confiriéndole el poder de determinar por sí
mismo razones para vivir, razones que lo han de liberar del sufrimiento en la
medida en que sean conformes al sistema coherente de la racionalidad ilustrada,
y por tanto, en la medida en que lo conduzcan a acatar las normas de
(re)producción (quien no produce no sirve, si no sirve, no tiene razón de ser)
que aseguran el dominio de sí y de la naturaleza.
Así,
esta racionalidad no está inscrita únicamente en el ámbito epistemológico, sino
que permea incluso la vida afectiva-pulsional y las configuraciones de la vida
sociopolítica a través de la industria cultural. En este sentido, la
versatilidad de la razón ilustrada le permite convertirse en su contrario
dialéctico, de modo que es capaz de asumir la crítica misma; de ahí que no será
el pensamiento el realizador de la emancipación sino su expresión en forma de
negación práctica: “Hay una sola expresión para la verdad, el pensamiento que
niega la injusticia” (Th.W. Adorno).